El
dolor se inoculó hasta lo más profundo de mi ser.
La
cabeza me palpitaba.
El
cuerpo se retorcía fruto de la angustia y la desesperación acumuladas.
Al
final llegó la derrota de la resistencia.
Todo
cedió. La explosión fue inevitable.
El
cuerpo se me desprendió en mil pedazos más allá de las ventanas de mi hogar
inexistente.
Quise
recoger los restos de mi condenado cuerpo liberado.
Todo
resquicio de calvario había desaparecido.
Mis
ojos llorados y ya resecos de la angustia inaudible; en el tormento
compartiendo soledades estaban.
No
podían creer la agonía lapidada que se cernía sobre mí.
Hileras
infinitas de cuerpos vaciados de mentes y ojos.
Andaban
sin ton ni son al lugar del eterno retorno.
Se
arrastraban vociferando palabras inconexas. La voz de sus amos. La voz de sus
criminales.
Todos
juntos con un mando en la mano. Con mil cables interconectados en sus cerebros
fallecidos.
La
pantalla infinita en la ciudad sometida les daba mil exhortaciones, millones de
odios, interminables órdenes.
La
muerte del pensamiento. El fin del ser. La obediencia en la esclavitud allí se
hallaban todos.
Me
escabullí entre los escombros de la ciudad cadáver.
Y
la pantalla cada vez más enorme, más impactante, más grotesca, más demencial.
Gritaba
entre mil destellos ¡obedece! ¡obedece!.
No
salgas del redil de la destrucción, del vaciamiento moral, del gregarismo de la
estupidez.
Mi
cuerpo desvencijado saltó por el barranco a lo desconocido.
No
más miradas acusadoras. No al virus de la ignominia que me estaba matando.
Todos
muertos vivientes mutilados mentales enfrente de La Gran Pantalla.
Caía
en el vacío allí la negra sombra de alguna roca inerte quizás me esperaría.
O
tal vez algún rosal donde alimentar nuevas savias para encontrar mis
libertades.
O
tal vez el fin de las tiranías.
O
tal vez tu voz, tu vida, tu mirada, tus caricias para encerrar allí mis
esperanzas.
O
tal vez aterrizaría en tu corazón para estar con la belleza que allí se
encuentra… Simplemente hasta la eternidad.
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